La alternativa política que busca desesperadamente nuestra generación de mexicanos se encuentra a medio pelo entre el ejecutivo repeinado que cuida de sí como si todo dependiera de él, y el hippie melenudo que exige que la sociedad, encarnada para él en el Estado, resuelva todas sus necesidades.
Empecemos por lo obvio: el hippie no es ningún tonto, no es que el hippie centre todas sus esperanzas en nuestros políticos actuales. El hippie evidentemente no espera en el Estado mexicano actual, al contrario, es su crítico más amargo. La razón de esto es que el melenudo pone su fe en un Estado utópico, en el que los políticos no son corruptos y llevan la batuta de la totalidad de la vida. Es ese Estado el que le inspira, el que conduce sus críticas y determina sus anhelos y melancolías. Sería el Estado, preferentemente liderado por un caudillo noble, fiel y bueno (algo así como una reencarnación del idealizado Che Guevera) el que se encargaría de gestionar la salud pública, la educación, la división del trabajo… El omnipotente y bondadoso Estado habría de cuidar de todos nosotros porque a final de cuentas todos somos iguales. Así terminaría la injusticia y la opresión de los desheredados. Para el hippie mexicano, la injusticia que a todos nos está reventando en la cara en forma de violencia no es sino la muestra de que el Estado, lo más sagrado que tenemos los seres humanos, está corrupto, y que han de gastarse todas las energías en cambiarlo. En reformarlo. En hacer borrón y cuenta nueva. El cambio le mueve, le apasiona, le da sentido a sus acciones.
El ejecutivo repeinado es mucho más práctico y ve con recelo los ideales del hippie. En su sabiduría práctica repasa como todos y cada uno de los hippies que se introdujeron en la maquinaria que llamamos política fueron corrompidos sistemáticamente, o por lo menos, descartados y expulsados. El repeinado, es un desesperanzado de la política, y para él, el Estado es un armatoste que hay que tolerar, con el que hay que saber lidiar, pero que nunca va a cambiar. Es un hecho de la vida que hay que aceptar, porque la vida no es color de rosa, porque la vida muchas veces le pega a uno pero uno tiene que saber tolerarlo y encontrar alternativas. Por eso, el repeinado no confía en nada excepto en sus habilidades, en su capacidad para sobrevivir y mejorar en un mundo hostil. Para el repeinado lo primero es él mismo, su carrera profesional y de ahí parte todo lo demás.
Por práctica y atractiva que resulte esta postura, tiene un inconveniente. El repeinado difícilmente perseguirá sus sueños, porque los sueños suelen ser prácticamente inviables. El repeinado nunca se arriesgará en acciones que no parezcan provechosas para él mismo, o peor aún, difícilmente se comprometerá con cosas inútiles (aún cuando las cosas inútiles son lo más importante en la vida). El repeinado nunca será estrella de rock, pintor, o filólogo porque será incapaz de dar el primer paso. De este modo, al repeinado le parecerá que las relaciones personales o los hijos tienen un interés secundario en la vida. Y por eso, el criterio para casarse y tener hijos nunca es el amor (cosa etérea e incomprensible) sino el confort, el criterio económico, la seguridad y la estabilidad. El repeinado solo se casará cuando este compromiso no le resulte en más problemas, probablemente no se case enamorado, y posiblemente lo haga con una repeinada despampanante. Sin embargo, el repeinado eliminará su vinculo familiar en cuanto su confort se empiece a resentir. El repeinado crea familias sujetas a los vaivenes económicos. Familias frágiles que viven en casa amuralladas, cría fresas necesitados de atención, cariño y dinero (mucho).
La situación del hippie melenudo es mucho más difícil de predecir. Supongamos, por el bien de este ensayo, que decide no ser ni pintor, ni músico, ni académico, pensemos que decide cambiar al país y se convierte en político. De ser así posiblemente se desengañe a una edad avanzada y pierda la fe en el cambio del estado. Supongamos que termina siendo uno de esos licenciados en Ciencias Políticas o Derecho que trabaja en una dependencia gubernamental y que usa camisa amarilla transparentosa con corbata verde claro y traje marrón. Posiblemente termine atascado en la burocracia y amargado, y posiblemente esa amargura lo lance al alcohol, y posiblemente esa desazón vital le haga, tarde o temprano ceder al monstruo de la corrupción. Posiblemente empiece a aceptar compensaciones económicas para acelerar los trámites y así tener para el tequila con el compadre. Corruptio optima pessima, quizá algún día consiga hacer suficientes méritos en su partido y llegue a diputado. Pero será demasiado tarde, deberá demasiados favores y estará demasiado metido en su amargura como para provocar un cambio. Se habrá transformado en un “dipu-table”. De joven, se habrá casado en un arrebato de pasión con una mujer que lo admiraba por idealista, que ahora le aguanta sus tonterías, o que tal vez se cansó hace tiempo y decidió abandonarlo. El caso es que alguien como Pancho Cachondo no puede criar una familia.
Evidentemente estoy dibujando una caricatura. Estoy describiendo casos extremos para ilustrar un punto. Todos y cada uno de nosotros tenemos algo de hippie y algo de repeinados, el punto que quiero ilustrar con todo esto es la completa falta de criterio que ambos polos demuestran y que todos nosotros sufrimos. Tanto el repeinado como el hippie caen en los extremos (en el exceso y el defecto) de la virtud política por excelencia: la justicia. El hippie busca tanto el cambio que se olvida de sí mismo y de sus circunstancias y termina por desesperanzarse, el repeinado ignora por completo los problemas de los demás. Pero ni el repeinado ni el hippie andan tan errados en sus motivaciones. Es muy importante buscar el bien social, así como es muy importante saber cuidar de uno mismo.
El problema al que trato de apuntar es que no tenemos un criterio para saber cuando nos estamos pasando de hippies y cuando de repeinados. La vida es demasiado compleja como para saberlo fácilmente, por eso necesitamos un norte claro que guíe nuestros pasos, que nos ayude a tomar decisiones.
Me parece que ese norte no puede ser otro que la familia. Un hombre solo debería iniciar una revolución porque es consciente de que un día su hijo caminará esta tierra. Pero en esa misma medida, ese mismo hombre tendría que tener los pies en la tierra para prever que ese niño necesitará comida, techo, zapatos y formación, y por ello se hacer lo necesario para que nada le falte; aún así, no estaría dispuesto a que su trabajo se convirtiese en un trabajo indigno: el trabajo que alimenta a sus hijos le parecerá sagrado. Un hombre así crea familias unidas, porque quien ama a sus hijos seguramente ama a la madre de ellos. Será un ejemplo para ellos y con ello les dará la mejor educación que un hombre puede dar. Además, un hombre así suele criar hijos así: trabajadores, leales, y responsables.
Estos son los hombres que necesitamos. Hombres quiciados, que aman a su familia, y por ello aman al país en el que crecerán sus hijos. Son ellos los que, en la medida de sus posibilidades y sin exagerar, cambian el mundo. La revolución que México necesita no es una revolución armada, es más bien la revolución de la gente sencilla. La que trabaja silenciosa y abnegadamente, la que soporta las injusticias de los hippies y los repeinados. Esa que se está perdiendo en nuestra generación y que es responsable de que este país siga con vida a pesar de llevar años en el borde del abismo.
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